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El diario de Hana

Girls do not dress for boys

En términos relativos y no absolutos diremos que no ha sido del todo un fracaso. Tenemos justo lo contrario de lo que queríamos, vendíamos amor barato a precio de un artículo de lujo y como cualquier cliente insatisfecho ambos hemos cambiado de marca. 

Algunos prueban a comprar en otras compañías y otros, los que se denominan fieles, simplemente deciden prescindir del artículo que ha salido defectuoso. Pero muchas veces el cliente no sabe que parte de la culpa también es del uso que se le da y de no haber leído bien las instrucciones. Porque, para qué negarlo, todas las personas vienen con cautas instrucciones de cómo proceder. 

El problema de los numerosos fracasos radica en que la mayor parte del tiempo se producen por las expectativas que los demás se generan en su cabeza sobre dicha persona y esta ni siquiera ha colaborado en generar dichas expectativas. Los seres humanos somos soñadores por naturaleza y cada noche jugamos a soñar antes de dormir. Algunos sueñan con preocupaciones, otros sueñan con la esperanza, unos pocos con el deseo, quienes tienen el privilegio de recordar anhelan el pasado y unos afortunados con el presente. Pero solo un ínfimo número de personas comparte sus sueños. 

Los sueños que no se comparten dan lugar al fracaso, en cualquier ámbito de la vida (familia, pareja, amistades, trabajo, viajes…), por lo que ¿de quién es el problema? El que está al otro lado de la expectativa ni siquiera sabe qué trama de best seller se ha creado la otra persona en su cabeza, mientras que esta última ya está decepcionada preguntándose cómo ha podido aguantar tanto.

Todo lo que no se dice acaba pesando a mares, genera odio y fricción; endurece las facciones del rostro y provoca aumentos de cortisol en la sangre. Sin embargo, siguen quedando personas en el mundo con bajos niveles de egocentrismo dispuestas a mostrar el camino nítido y claro. Personas que además, cuando menos te lo esperas, los pillas de lleno leyendo el manual de instrucciones. 






Amanezco otro domingo más pensando en que no debería haberme bebido esa última copa. ¿Cuándo aprenderé a controlarme? De repente me siento como si tuviera dieciocho otra vez, solo que ahora las resacas duran más. Intento levantarme de la cama y ser todo lo productiva que imaginaba que iba a ser pero el número de copas de la noche anterior me lo impide. Así que cojo mi móvil y me pongo a escribirte. Una vez más, como un círculo vicioso, pero me resulta imposible entender porqué lo divertido tiene que estar prohibido. 

Me entretienes mi tarde tirada en cama, y no se acaba el entretenimiento. ¿Qué tienes? A las dos horas ya me salen sonrisas y me imagino mil cosas juntos, como siempre. No me queda batería pero tampoco me apetece levantarme a buscar el cargador. Ya te responderé mañana. 


Me despierto, no sé ni qué hora es. ¿Por qué no cargué el móvil ayer? Bueno, ya lo cargaré en el trabajo. Tic tac. Pasos apresurados. Sonido de la cafetera. Las tostadas se están quemando. Les doy un mordisco y me voy. No me acuerdo de ti, ni hoy, ni mañana ni en toda la semana. Como siempre. Porque siempre es lo mismo y yo sigo siendo la misma, aunque tú intentes creerte que no. Aunque anheles ese pasado que nunca será futuro. Nos vemos otro domingo de resaca, hablando de sueños que, seguramente, nunca terminen de cumplirse, porque yo no quiero perderte y tú no quieres olvidarme.

Entre despedidas y andenes, llegaste tú. No estabas para bromas, tampoco para esperas, y yo llevaba esperando ya demasiada vida, un poco más no me iba a incomodar. Me pareció egoísta que tuviera que ser ya, de cualquier manera, con tal de que fuera. En una décima de segundo, ahí plantado, decidiste complicarte la vida conmigo mientras yo seguía con la mente en otra parte. Poco a poco trazaste tu camino y me hiciste perder el mío. 

En tu cabeza todo tenía sentido, pero yo ni siquiera tenía una oportunidad para aportar mi opinión al respecto. Tú tan de lo convencional, yo tan de lo antisistema. Tú tan de San Valentín y yo de adorar despertarme sola cada día. Tú de mensajes 24/7 y yo de apagar el móvil cada vez que recibía un mensaje. Nosotros, tan opuestos y, sin embargo, con tantas ganas de destruirnos. Sabías que no pegábamos ni con cola, que los polos opuestos no se atraen pero había algo dentro de mí que se resignaba a aceptarlo, no podía ser todo tan malo. 

No digas esa frase, por favor. La acabas de decir. ¿Por qué has cambiado de opinión en tan poco tiempo sabiendo cuales eran las condiciones? La espada y la pared. Me resigno a darte la razón y te llevo la contraria. Ya he estado aquí más veces, conozco el final.


Huyo. Siempre lo hago. Me paso la vida mudándome de ciudad en ciudad cada vez que algo no sale como a mí me gusta. Cada vez que alguien me hace daño, lo más fácil es hacer las maletas que quedarse a ver cómo los demás son felices sin mí. Porque yo lo hubiera dado todo por serlo a tu lado. Rectifico, lo di todo. Como para que ahora vengas tú a decirme que regalo amor barato y que te quiero los días pares pero los impares no, que me gusta la soltería. Me gusta la soltería si acaba contigo en mi cama dándome los buenos días. No me gustan las etiquetas y nunca me habían gustado contigo, pero porque realmente creía que tú y yo no necesitábamos de eso y sabíamos hacerlo bien. Pero me equivoqué, como siempre. Porque en el fondo estoy segura de que no quisiste decir eso que dijiste. Otra vez igual.

23ºC. 19:30 h. de la tarde de un día de agosto. Bajo del coche. Camino por el aparcamiento con mis tacones que avisan a cualquiera de que estoy llegando. Irradia el sol. Huele a mar. Las olas rompen en las rocas. Hace un poco de aire pero nada que no se pueda soportar. Mis nervios recorren mi ser, pero estoy acostumbrada y juego a que no se note. Busco cualquier cosa que me entretenga un poco la mente. Y la gente va llegando, unas personas se saludan, otras simplemente se unen a la conversación. Tú y yo no nos comunicamos. Te veo, te llevo viendo un par de horas y, joder, qué guapo. No sé cómo no te he visto antes, pero ahora solo puedo verte a ti. Seguimos en grupo, hablamos todos, pero no tú y yo a solas. Uno de tus amigos trae una caña para ti y otra para mí. Me miras, te miro. Contacto visual. ¿Cómo pueden decir tanto unos ojos en tan poco tiempo? En esa pausa del mundo los dos apartamos la mirada, y ya no nos miramos más. Nos evitamos. Ha sido algo incómodo. Hacía tiempo que alguien no despertaba esas sensaciones. Me arde todo el cuerpo, creo que no estoy preparada. Me cambio de grupo. Hablo de otras cosas, lo que sea para olvidarme de esos ojos. Pero no funciona. Pasan los minutos. Te vuelvo a mirar. ¿Por qué me atraes tanto? Me enredo en cualquier persona y tema de conversación para no mirarte más. Pero me sale mal, y nos ponemos en círculo. Estás en frente, rodeado de muchas personas, pero solo te veo a ti. Contacto visual de nuevo. Me tienes. 


Hoy me he puesto a ver nuestras fotos y sin querer todos los momentos me han golpeado la cabeza como un martillo que destroza lo que toca. Me sé de memoria tu historia y la mía. He jugado a encontrar las diferencias entre la primera y la última. En la primera veía cómo te brillaban los ojos, en la última notaba cómo te ibas. En el medio millones de historias que me hacen gracia, me producen añoranza y hasta me ponen tierna. He cerrado ese álbum y me he ido a las fotos más recientes. Estoy cambiada, ya no sonrío igual, ya no me brillan los ojos y creo que hasta se nota la tristeza. No hace falta fingir y basta decir que estoy en mi peor momento desde que tengo memoria. Me evado haciendo cosas para no pensar demasiado pero las horas parecen semanas que no pasan, y las semanas son una cuenta atrás de no sé muy bien lo qué ni para qué. Quiero irme, otra vez. Otra vez escapando de mis problemas, cuando cada vez que me mudo recuerdo que mis problemas siempre se vienen en mi cabeza conmigo. Necesito volver al origen del problema y descubrir qué ha cambiado y porqué todo es así. Necesito encontrarme por las calles donde me perdí y que se llevaron mi sonrisa. 


 

Me invaden las sensaciones de antes. Aquí estoy y estás otra vez. De fondo suena la canción de Sentirse especiales de Xavibo, El Hombre Viento y Lionware. Algo me dice que sí. Me olvido de todo por un instante, del ayer, de lo que puede venir. Me dejo llevar.

Me monto en la nave del tiempo. Recuerdo, rememoro cosas: abrazos, risas, bromas. Pero cuánto me has dado sin que te hayas dado cuenta. De repente me invade un pensamiento:

—Solo nos damos cuenta de que éramos felices cuando miramos hacia atrás.

Reflexiono. Creo que en todo momento era consciente de que era feliz, pero no plenamente, no plenamente consciente. Es tan difícil darte cuenta de que lo tienes todo sin saber qué es todo que intento centrarme en el ahora, pero mi cabeza no puede parar: confesiones, secretos y sueños.

—¿En qué momento hemos cambiado tanto?

«Pan con tomate, tu culo a mi vera un domingo soleado de agosto, ven a dormirme los monstruos».
Abro los ojos y tú sigues aquí, no te has ido, pero el reloj empieza a apurar y una corazonada me dice que no, que no me acostumbre.

—Sal de tu zona de confort.

Se acaba el tiempo. Me levanto y emprendo el camino que debí tomar hace mucho tiempo, hace demasiados intentos. No estoy muy segura de mis pasos, pero no puedo saber los tuyos.

Mundo nuevo, sitio nuevo, gente nueva. Cambio de aires, lo necesitaba. 

Pero un día me apetece pan con tomate, y me acuerdo de ti, y decido ponerme a escribir en un papel todo lo que hemos sido, lo que me has dado y te he dado, y lo que hemos crecido juntos. Te asombrarías de todo lo que he descubierto, pero tú ya no puedes verlo. Tú también has salido de tu zona de confort, de esa que te tiró los cimientos abajo. 

Ahora ya no hay pan con tomate, ni contigo ni sin ti. Cosas sin sentido que entre líneas recuerdan a nuestro último verano, ese que todavía suena en mi cabeza. Agosto de 2024. Tiempo. Todo es cuestión de tiempo. Ese mismo que hoy, desde cualquier otro lado del mundo, a 1 de septiembre ya no tenemos. Se nos ha hecho muy tarde.



Unos ojos que brillan como el sol de las 14:00 h. un día cualquiera de agosto. 

Un cabello despeinado que se deja ver revuelto. 

Unas sonrisas que dibujan paraísos sobre un cuerpo con cada oportunidad de ataque.

Unos dedos que recorren cada esquina de la piel y muestran lo simple que es la felicidad. 

Unas manos que acarician con la suavidad precisa en el momento justo. 

Unos pies que se enlazan desnudos casi sin querer, tranquilos y cómodos. 

Unos labios que anuncian el precipicio de una boca y el placer de sentirla. 

Unos brazos que rodean con ese sentimiento oculto por miedo a estropear el momento. 

Una barriga que reclama atención tan solo con rozarla.

Una espalda que representa las constelaciones más bonitas que unos ojos hayan podido ver.

Dos cuerpos, una habitación, nuestro sitio, la galaxia.

Qué bonito se ve un confinamiento desde aquí.


Pusimos unos cimientos para que fuera algo sólido, y lo es. Construimos poco a poco lo que iba a ser nuestro hogar del futuro. Dudo en qué se sustentaba todo aquello que construimos, pero los años pasan y la misma bombilla sigue alumbrando nuestro rincón. Cuando decidimos poner la luz, no nos fijamos en el tipo de bombilla ni sus calidades, pero lo cierto es que esa misma luz nos acompañó en cada momento, en cada cambio, siempre estaba encendida.

Sin saber que ninguno había apagado la luz, llegamos a ese sitio en el que habíamos compartido tantas noches y tantas miradas, el buscarnos, las ganas de vernos que no cesaban, el saber que la otra persona estaba en ese mismo espacio; pero todo se sentía diferente. Cambiamos nuestras ganas por el miedo y nuestro sitio de encontrarnos siempre por un portal con un par de escaleras que estaban frías. Es difícil pensar y argumentar razonadamente cuando está helando. Las palabras no se piensan y los silencios son incómodos, aunque digan mucho más. 

A pesar de todo, brindo por pasarme otras dos horas tirada en las escaleras de cualquier portal hablando de la vida si es contigo, dejándote ver, haciéndote vulnerable y yo contigo, aunque se nos congele el cerebro y el corazón de tanto hablar. Porque te veo en todas partes. Y aunque no quiera, no puedo dejar de hacerlo. 

Contacto cero, apagar la luz para que baje la factura, una muy buena promesa, pero ambos sabemos que lo hemos probado todo y siempre acabamos por buscarnos el uno al otro. Otro portal, otra despedida, pero los mismos sentimientos. Sabes que odio creer en los imposibles, construir castillos en el aire y no ser realista, pero también no apagar la luz y dejarla siempre encendida hace  que la bombilla acabe por gastarse. A veces las luces se dejan encendidas y, sin querer, un día se apagan. Puedes cambiarlas, comprar otras, pensar que darán más luz, pero siempre acabarás comparándolas con aquella luz que siempre dejabas encendida porque era imposible que se gastase, como esa bombilla que se inventó hace muchos años y aún sigue alumbrando. Está en nuestras manos.



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