Cagarla



No nos conocemos, no por el momento. Así es como empieza todo. Y así suele permanecer durante mucho tiempo. De hecho, las relaciones se terminan cuando acabamos por conocernos. Cuando empezamos a ver las manías que antes no notábamos, cuando nos cansamos de estar juntos, cuando, en realidad, empezamos a aburrirnos del otro.

Frente a un amor kantiano práctico basado en la felicidad propia y en la determinación de la voluntad,  el verdadero amor, como plantea Descartes busca querer para el porvenir de las cosas que nos convienen, y este querer es, de una forma u otra, intuitivo.

Frases como «Nunca había conocido a nadie como tú»,  «Eres mi mitad» o «Te quiero» se han convertido en la metodología popular aplicada para conquistar a alguien, pero no por ello dejan de ser falsas o inciertas. Lo cierto es que para creérselas solo la intuición interviene.

La sociedad de consumo nos ha vendido un amor de película, en el que el conjunto de secuencias nunca supera los 90 minutos, para bien o para mal, queremos lo que vemos y lo que vemos todo el tiempo nos aburre.

Y sinceramente la cosa no es como nos la pintan. Las decisiones más difíciles que tenemos que tomar se deciden simplemente por intuición. Luego tratamos de repetirlas, de convertirlas en modelo a seguir y lo peor, tratamos de hacer una réplica.  Pero no es así. El equivalente a la intuición refiriéndonos a los hechos es el azar. El azar, esa fuerza incontrolable que zarandea nuestras vidas, las hace imprevisibles y, tal vez, algo interesantes, se escapa, afortunadamente, a la razón más estricta que conocemos.

En este punto, en la flor de la vida, en la juventud, comienza la verdadera dictadura de la intuición.

A partir de ahí, no hacemos más que cagarla.

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